nombres para negocios de brujería

Disparó la segunda pieza —ésta por cálculos y logaritmos— que se coló por la puerta principal, atravesando el altar mayor sin tocar la estatua de la Divina Pastora que quedó ahí, intacta, indiferente, parada en su zócalo, sin tambalearse siquiera —portento que se recordó, desde entonces, como «El Milagro de Nueva Córdoba». Otras gentes andaban muy mal: el Conde de Argencourt, aquel Encargado de Negocios de Bélgica, otrora tan ceremonioso, estirado, diplomático de gran estilo, había sido visto por el Cholo Mendoza, pocos días antes, frente al guiñol de los Campos Elíseos, hecho una ruina, idiotizado, con cara y facha de mendigo sonriente —como presto a alargar la mano para recibir limosnas… En tales días no me atrevía a llamar por teléfono a Madame Verdurin —ahora princesa por matrimonio. Anduvo, anduvo, hasta una vastísima plaza, donde había una piedra parada, como las que adornaban algunos cementerios de allá, pero mucho mayor —¿y cómo habrían podido enderezar eso? La Mayorala, aunque alabando la calidad de los géneros, lo miraba todo con cierta desconfianza: aquí, el escote le resultaba descarado; allá, el rajado de la saya le parecía indecoroso. Voces. Objetivo: romper las alas del enemigo, aglutinarlo en un punto, concentrarlo en forma tal que sus retaguardias resultaran ineficientes, y cortarle la retirada hacia el río. Con un ejemplar basta. Aquello fue, para mí, como un aviso decisivo: —«Me acojo al amparo de la Embajada de los Estados Unidos». —«Ha terminado la huelga» —declaré, engolando la voz, sin percatarme de ello—: «Normalizada la situación». Luego, eran lutos, medios lutos, cuartos de lutos, lutos de nunca acabar que, cuando se trataba de una viuda de buen ver, se observaban hasta nuevo matrimonio. ma Titine»: otra obsesión a bordo del buque). Oíanse ahora en él, con voces que bajaban de tono y agonizaban cuando la cuerda perdía fuerza, las melodías de unos discos conseguidos por el Cholo Mendoza: El faisán de Lerdo de Tejada, Alma campera, El tamborito, Flores negras, Las perlas de tu boca, y Milonguita, flor de lujo y de placer, los hombres te hicieron mal, y hoy darías cualquier cosa por vestirte de percal; y oye la historia que contóme un día, el viejo enterrador de la comarca: era un amante que por suerte impía, su dulce bien le arrebató la parca; y adiós, muchachos, compañeros de mi vida; y por las noches iba al cementerio, a ver el esqueleto de su amada, y adornando su cráneo de azahares, la horrible boca cubría de besos; y adiós, muchachos, compañeros de mi vida, farra querida, de aquellos tiempos; y el día que me quieras, tendrá más luz que junio, con notas de Beethoven, cantando en cada flor; y otra vez y otra vez y otra vez la farra querida de aquellos tiempos, y adiós y adiós, lucero de mis noches, cantaba el soldado, al pie de una ventana… Ahora, Elmirita y Ofelia, abrazadas, cantaban a dúo —prima y segunda— con primorosa observancia de intervalos de tercera y sexta, sobre unos guitarreos vocales que en onomatopeyas oportunas producía el Cholo rasgueando un instrumento imaginario… Y cuando cayó la noche, entre tragos, cantos, y antojitos de mole y jitomate, resolvió el Primer Magistrado que se instalaría definitivamente en el apartamento de Sylvestre, entrando y saliendo por la escalera de servicio: —«Así estaré más independiente». Francia del Lirio, Francia del Gallo, Francia del Buen Pan y del Buen Vino de la Comunión, cuya condición de Pueblo Predilecto había sido confirmada en lo moderno —añadía el autor— por tres apariciones de la Virgen en treinta y tres años: Pontmain, Lourdes y La Salette… Nunca rio con mejores ganas quien se enteraba de tales portentos: «¿Así que Francia es la tierra del Paracleto? Era el de Arriba, para el de Abajo, un arquetipo, un ejemplar de histórica muestra, figura hecha para centrar algunos de esos carteles, producto de un folklore de muy reciente creación, que había fijado, para la tríada fundida en cuerpo único, del Poderoso, del Capitalista, del Patrón, una estampa tan invariable y metida en las retinas como lo fueran, siglos atrás, las del Doctor Boloñés, el Turlupino o el Matamoros de la comedia del arte italiana. Le volvía el movimiento; ya la articulación del codo no lo hacía sufrir. Próximos estaban acaso los días en que habrían de sonar las trompetas de un Apocalipsis, pero esta vez tocadas por los comparecientes y no por los ángeles del Juicio Final. Se encontró adentro – Página 49Hay que distinguir entre BRUJERIA Y HECHICERIA . Los hechiceros son magos que manipulan las fuerzas sobrenaturales para lograr fines determinados . Siempre trabajan en nombre de sus clientes y no son responsables para los daños ... Pero no debo estar tan bien —aunque me siento bastante bien, así, cuando me mecen en el chinchorro— porque Ofelia y Elmirita han llenado mi habitación de estampas de Vírgenes. Afirmaban las mujeres que su estampa era milagrosa para aliviar dolores de ijada y malandanzas de partos primerizos, y que las promesas que a ella hacían las doncellas para conseguir marido eran más eficientes que la práctica, muy corriente hasta ahora, de meter el busto de San Antonio en un pozo, con la cabeza para abajo… Acabo de ponerme una gardenia en el ojal, cuando Sylvestre me anuncia la visita del Ilustre Académico —académico de reciente elección, acogido no sé ni cómo bajo la Cúpula, pues, hace pocos años aún, había calificado los Cuarenta Inmortales de «verdes momias bicorneadas, anacrónicas parteras de un Diccionario aventajado de antemano, en cuanto al entendimiento de la evolución del idioma, por cualquier Pequeño Larousse de uso doméstico». Marx-Engels: Crítica de los programas de Gotha y de Erfurt… —«Esto me huele a panfleto contra la nobleza europea… Porque el Gotha, como tú sabes, es algo así como el anuario telefónico de príncipes, duques, condes y marqueses»… Engels: Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. Corre Peralta; corre La Mayorala. —«En América Latina, con artillería, metralla, y todos los peroles modernos comprados a los yankis, la naturaleza nos tiene peleando aún como en tiempos de las Guerras Púnicas» —decía el Primer Magistrado—: «Si tuviésemos elefantes, les haríamos cruzar los Andes». —“Arrójenlo al mar» —dijo el Primer Magistrado—: «Los tiburones harán el resto». Un esfuerzo. Estaba, de calcetines blancos, recogidos los moños con papelillos de China, en el patio de los metates y del tamarindo. Y eran, en escalofriante y teratológico desfile —con magnífico manejo del adjetivo, sutiles eufemismos en lo escabroso, maliciosas metáforas para lo sexual, nomenclaturas osteológicas, términos de antropometría legal, idioma de necrocomio y salas de disección— los casos del Enterrado Vivo de Bayarta, del Niño Nacido con Cabeza de Tepezcuintle, Un Pueblo Troglodita en Pleno Siglo XX, Absuelto el Médico de su Honra, las Séxtuples de Puerto Negro, Mató a su Mamacita sin Causa Justificada, Urge Reprimir el Sadismo en Tabernas Portuarias, Feroz Balacera en Fiesta de Cumpleaños, Anciano Devorado por las Hormigas, Descubierto un Antro de Sodoma, Recrudescencia de la Trata de Blancas, la Descuartizada de los Cuatro Caminos, todo eso revuelto con los asuntos de un interés permanente, por su valor histórico y contenido humano, del Collar de la Reina, la muerte de Napoleón IV en manos de los zulúes, La Atlántida, continente abismado, o lo de Abelardo y Eloísa, tratado con los necesarios eufemismos en cuanto se refería a la acción del canónigo Fulbert, que algunos cabrones se apresuraron a identificar —no perdían una— con el Jefe de la Policía Judicial… Entre homicidios, dramas pasionales y sucesos inauditos se estaba, cuando llegaron las Navidades, y fueron aquéllas, en verdad, unas Navidades extrañas, donde las Navidades se transformaron en Christmas. Y dicen que, en el Bajío, hay partidas armadas». Decían unos que tenía los ojos verdes; decían otros que los tenía castaños; decían éstos que era atlético; decían aquéllos que era hombre debilucho y enfermizo: 23 años, según los registros de inmatriculación universitaria; huérfano de madre; hijo de un maestrescuela caído en la matanza de Nueva Córdoba. Llamó a Louisa de Mornand, cuya ama de llaves, luego de hacerle esperar más de lo correcto, le hizo saber que la hermosa dama estaría ausente por varios días. ¡Hijo de puta!», aulló el Primer Magistrado. ; los marines, aquí: como hicieron en Veracruz, entonces; como en Haití, cazando negros; como en Nicaragua, como en otras muchas partes, a buena bayoneta con zambos y latinos; intervención, acaso, como en Cuba, con ese General Wood, más ladrón que la madre que lo parió; desembarco, intervención, la «punitiva» del General Pershing, el hombre de Over There, del Star and Spangled Banner en la Europa cansada del año 17, pero burlado, chingado, allá en Sonora, por unos cuantos guerrilleros de canana en pecho; me río, pero no es broma, no; Mr. Enoch Crowder ha venido así, de tenista, con raqueta y todo, porque lleva dos días sin salir del Country Club, conferenciando, deliberando, con las fuerzas vivas de la Banca, del Comercio, de la Industria; y son esos hijos de puta quienes pidieron que el Minnesota viniera, con sus marines de mierda; pero el Ejército, nuestro Ejército, no permitirá semejante afrenta al honor nacional; pero resulta ahora que el Ejército se ha revirado; los soldados han desertado de las postas, las garitas, los nidos de ametralladoras, diciendo que no tenían culpa en lo de ayer; que si dispararon, fue mandado por los sargentos y tenientes; los sargentos y tenientes se han alzado contra sus capitanes y generales, que están atrincherados, ahora, en el altísimo Hotel Waldorf, yendo del bar a la azotea, de la azotea al bar, esperando que acaben de llegar los marines para romper el asedio de la multitud, de la enorme multitud que grita en torno al edificio, pidiendo sus cabezas; la guarnición del Palacio se ha esfumado; tampoco queda un ujier, un sirviente, un camarero; no preguntes por tus ministros; no se sabe dónde están tus ministros; el teléfono: no funcionan los teléfonos; no pidas café: tómate, mejor, un trago de aguardiente —dice Peralta (pero… ¿por qué, carajo, se ha disfrazado de enfermero, con ese estetoscopio, con ese termómetro en el bolsillo de la blusa? «Vous verrez»… El paquete, dejado abajo, fue traído por Sylvestre. Desnudas andaban muchas mujeres bajo el paño del dominó. —«Yo nada tengo que hacer en París» —dijo el Estudiante, tras de una marcada pausa. Desde entonces se le tenía —aunque sin mayores fundamentos— por desafecto al régimen. —«¡Ah! Despáchese a gusto, Míster President, pues sabemos que si a usted le quitan el trago, así, de repente, es cosa de delírium». Por ello, se impuso la censura a toda correspondencia de países vecinos. *Los seguidores de CHAVA no quieren el comité de campaña en la 16 y diagonal. Y, en cuanto al cosmopolitismo, que también había conocido Atenas, en nada dañaba el auténtico genio francés. Después de la travesía, varios días de espera forzosa —como la otra vez, en el Waldorf Astoria. toi sans qui les choses / Ne seraient pas ce qu’elles sont… (El Académico ignora que, de unos años a esta parte, diez mil taguaras y casas de putas, en América, llevan el nombre de Chantecler…) Gruñe, irónico, aunque aquiescente, al ver un panfleto anticlerical de Léo Taxil, pero hace una mueca de disgusto, de franca desaprobación, ante Monsieur de Phocas de Jean Lorrain, sin saber acaso que Ollendorf, su propio editor, ha invadido las librerías de nuestro continente con una versión española de esa novela, presentada como muestra incomparable del genio francés, bajo una portada en colores, cuya Astarté desnuda, de Géo Dupuy, hace soñar todavía a nuestros colegiales… Ahora ríe, pícaro, cómplice, al toparse con Les cent mille verges, The sexual life of Robinson Crusoe y Les fastes de Lesbos, de autores desconocidos (tres asteriscos) pero profusamente ilustrados, que compré ayer en una tienda especializada de la Rue de la Lune. Y quienes esperaban, con oculta ironía, sus habituales floreos verbales, sus rebuscados epítetos, sus relumbrantes vocativos, quedaron admirados de verlo pasar, de la epopeya sobriamente evocada, al árido mundo de los números, contemplado ahora con precisión de economista, para presentar un cuadro claro y convincente de la prosperidad nacional, aunque ésta coincidiera —y ahí empezó a emocionársele el tono— con el máximo intento de destrucción de la gran Cultura Greco-Latina que se hubiese urdido en época alguna del devenir humano. Y nunca representación alguna comenzó con tal brillantez en el movimiento escénico, la acción de los coros, el relumbre de una orquesta que, llevada con mano enérgica y segura, había mejorado enormemente durante las últimas semanas. («Me tienen por más bruta de lo que soy» —dijo la otra, picada…) Y aún se reía, cuando agarró otro tomo: —“¡Ah! Culture de Río Verde, etc. 9. —«Pues, que lo vendan, que lo vendan; que lo sigan vendiendo… No hay veintidós personas, en todo el país, que paguen veintidós pesos por ese tomo que pesa más que la pata de un muerto… M-D-M, D-M-D… A mí no se me tumba con ecuaciones… —“Pero vea esto, sin embargo» —dijo Peralta, sacándose un delgado folleto del bolsillo: Cría de las gallinas Rhode-Island Red. Éramos un país privilegiado en Mundo del Futuro. Una situación insostenible. Monsieur a bien dormi?» —«Mal, tres mal» —le respondo—: «J’ai bien des soucis, mon bon Sylvestre». Los trabajos de la Dupont Mining Co. estaban paralizados, con ruinosa inmovilización de buques en Puerto Negro. En las botillerías de brisca y dominó, en los bares donde el ron Santa Inés era dejado por el White Horse, sólo se hablaba de ganancias que, debidas a la guerra, habían hecho olvidar la guerra misma, aunque las gentes todas —blancos, cholos, zambos, prietos, indios, «tostados»… — se hubiesen vuelto galicistas, tricolores, revanchistas, cucarderos, juanadearqueanos, barresianos, afirmando que pronto nos desquitaríamos del desastre de Sedán y volverían las cigüeñas de Hansí a los campanarios de Alsacia y la Lorena. Y había empezado la ascensión hacia el Calvario, entre llantos y plantos de la multitud… Una joven mendiga, simple de espíritu, que creía asistir a la verdadera historia vista por ella en veinte retablos de iglesias aldeanas, se había acercado al zapatero Miguel, que hacía de hijo de Dios, pretendiendo trasladar a su hombro el pesado madero con brazos que el otro, sudoroso, ya agónico, cargaba dando traspiés, vacilando, cayendo, levantándose, con desgarradores gemidos, en estupendo martirio de teatro, yendo hacia la colina donde habría de hacerse el simulacro de enclavamiento. Algo balbuceaban, en azul, blanco y amarillo, los del Color Reglamentario; algo apuntaban, tras de ellos, contradictorios, desnortados, los pálidos Cofrades de la Mayéutica, aunque procediendo por eliminación. Y fueron seis momias las que aparecieron, en cuclillas, de húmeros cruzados —más o menos despellejadas, más o menos arruinadas en fémures y falanges, más o menos acusadoras en las negruras de sus caras— constituidas en pavoroso cónclave violado, en Tribunal de Profanaciones. —«Glorioso día, en efecto» —coreó el Doctor Peralta. Pero el hecho era que una oficina tan clandestina como activa —animada seguramente por los partidarios del Doctor Luis Leoncio Martínez— se encargaba, en la sombra, de traducir los textos, hacer centenares de copias a máquina, y difundirlas por correo bajo sobres de diversificados tamaños y que, en muchos casos, ostentando fraudulentamente las marcas, firmas y emblemas de conocidas empresas industriales y comerciales, circulaban como material de inocente publicidad. Y ahora el yanki se sienta ante un harmonio arrinconado, tira de tres registros, hunde los pedales y empieza a tocar algo emparentado con la música que viene invadiendo mi país desde hace muchos años, aunque es cosa más angulosa, más contrastada, más acentuada, desde luego, que los Whispering, los Three o’clock in the morning, harto oídos, recientemente, en la capital. Y remozaba yo mis itinerarios parisienses con el Cholo Mendoza, yendo de Notre-Dame de Lorette a la Chope Danton, de una Avenida del Bosque que no era ya la de antes al Bois-Charbons de Monsieur Musard, aunque sin encontrar ya un pálpito urbano, un aire, una atmósfera, que en vano reclamaban mi olfato y mi memoria: El aliento de gasolina había sustituido el olor agreste —antaño universal y sin fronteras, tan de capital como de aldea— del cagajón de caballo. —«A usted no lo tumba ni Napolión» —concluía la Mayorala, dando presencia actual a un personaje cuyo nombre era, para ella, expresión del máximo poder otorgado por Dios a un ser humano, puesto que, salido de la nada, nacido en pesebre como quien dice, había llegado a dominar el Mundo —sin dejar, por ello, de ser buen hijo, buen hermano, amigo de sus amigos (¡hasta de su lavandera se acordó cuando fue grande!) Querrían meterme en alcoba Luis XIII, para que me ahogue bajo un baldaquín, o en camas como las de la Malmaison, donde me pregunto cómo, por estrechas y cortas, podían abrazarse Napoleón y Josefina. Serían las diez de la mañana cuando a las calles salieron automóviles de rápida circulación, carros-enlace de los cuarteles de bomberos, motocicletas con sidecar, llevando policías que, aullando en megáfonos de cuero y bocinas de aluminio, de los que se usaban en las competencias deportivas, hicieron saber a los comerciantes con oídos para oír que quienes no abrieran sus tiendas antes de dos horas, con empleados o sin ellos, serían privados de sus patentes y castigados con multas y prisiones; a los extranjeros de origen —aun nacionalizados desde hacía mucho tiempo— se les expulsaría del país. Aunque ciertos apellidos de añeja ascendencia holandesa o británica se les remontara al siglo XVII, cobraban, al sonar en las inmediaciones de Central Park, un no sé qué de producto importado —a la vez postizo y exótico, como los imprecisos títulos de Marqueses de la Real Proclamación, del Mérito o del Premio Real, que nos gastábamos en América Latina. Ofelia cerró los ojos de su padre y lo cubrió con una sábana que caía, como mantel de banquete, hasta el suelo, a ambos lados del chinchorro. («Macte» —digo yo siempre, al mirar esa obra, bajando el pulgar de la mano derecha… —) Un cuarto de vuelta sobre mí mismo, y contemplo la fina marina de Elstir que abre sus inquietos azules, con yolas en primer plano, entre espumas y nubes confundidas, cerca del mármol rosa de un Pequeño fauno premiado con Medalla de Oro en el último Salón de Artistas Franceses—. Porque él no era —ni había sido nunca— hombre de negocios pequeños. Y, junto a ello, la siempre severa antología de conceptos marxistas, puestos en recuadro: La humanidad no se plantea nunca sino problemas que puede resolver porque, si bien se mira, se verá siempre que el problema sólo surge allí donde ya existen las condiciones materiales para resolverlo (Contribución a la crítica de la economía política). À Berlin!»…), preguntándose si no sería bueno trasladar sus oficinas a Burdeos, Marsella o Lyon, los cónsules y altos funcionarios de embajadas latinoamericanas se reunían, a las horas del aperitivo de la mañana, del aperitivo de la tarde, y de las copas nocturnas que eran muchas, en un café de los Champs-Elysées, para comentar los acontecimientos del día. Cuando despierto, me dice el Cholo que Ofelia y Elmirita han ido a cumplir una promesa al Sacré-Coeur por mi pronto —«y seguro», añade— restablecimiento. Y tras de una ululante movilización de carros extinguidores, los bomberos se hallaron ante un vasto Fuego de Bengala, prendido allí de modo inexplicable, que cerraba su fiesta en un alegre estrépito de cohetes. Y Alemania, donde muy poco había estado, se le acrecía de repente en una iluminada imaginería de Selvas Negras, Maestros Cantores, Reyes Soldados, catedrales que a toque de doce soltaban apóstoles y trompeteros por las ojivas, cerca del Rhin, el gran Rhin de los castillos increíbles —cantados y dibujados por Victor Hugo—, y las ondinas que prendían mozos adolescentes en las redes de sus cabelleras, y las fiestas de la cerveza, llevadas por gentes alegres, de sólidas pantorrillas, que al yoddle y al acordeón unían el espíritu filosófico —las yedras de Heidelberg—, el genio de las matemáticas, el culto a la Obediencia, el amor a los desfiles de a diez en fondo —en suma: todo aquello de que carecían estos latinos mierderos de la Segunda Decadencia. —«¡Tan rechula y tan guapa!» —«¡Y tú, tan recio y tan entero!» —«Ven: siéntate a mi lado… Tengo tanto que hablarte… Tengo tanto que contarte…» —«Es que…» Y, por sobre el hombro de Ofelia, donde acababa de marchitarse una orquídea oliente a tabaco, vio aparecer El Ex, como en mamarrachada de carnaval de Flandes, unas caras desmelenadas, pintarrajeadas, trasnochadas —borrachas, seguramente. Todas las razas del mundo antiguo se habían malaxado en la prodigiosa cuenca mediterránea, madre de nuestra cultura. Mira Lenin, en Rusia… ¡Ah! L’Action Française, con las recetas gastronómicas de Pampille que mi hija señala cada día, con lápiz rojo, a la atención de nuestro excelente cocinero, y el imprecatorio editorial de Léon Daudet, cuyas geniales, apocalípticas injurias —expresión suprema de la libertad de prensa— promoverían duelos, secuestros, asesinatos y balaceras cotidianas en nuestros países. —«No puede ser de otro modo: hay una irremediable incompatibilidad entre nuestras Biblias y su Kapital»… Afuera, los clamores arreciaban. Ahora todo el mundo, aquí, sabe decir: Son of a bitch.» Hubo una tercera pausa, más larga aún que la segunda, rota por la voz de Peralta que acababa de releer el editorial: «Aquí se alude al Artículo 39 de la Constitución de 1910.»Y, citando de carretilla, como santa epístola en esponsales: Se procederá a elecciones presidenciales en un tiempo no menor de tres meses antes de la expiración del sexenio en curso. —«No será nada» —dice, escogiendo en su maletín una aguja hipodérmica. Y andar de manco sin haber estado siquiera en Lepanto es cosa de pendejo. Triste, muy triste, sin duda, pero la guerra no era cosa de guante blanco ni de contemplaciones. Yo adquirí este interesante libro y terminé de leerlo hace la friolera de dieciocho años, he leído también “La clavícula de Salomón” y “El libro de San Cipriano” docenas y veintenas de veces, hace siete años y medio inicié mi aprendizaje con el Maestro Santiago y más recientemente he empezado a asistir a las clases teóricas impartidas por el Maestro Juan y la sacerdotisa Lu. Cuando las aguas de la inundación bajaron, después del cataclismo de Venus, los sobrevivientes bajaron de las montañas y subieron desde el interior de la Tierra. un buen susto para empezar / acerca la mano al timbre: va a llamar / no: he dado mi palabra / no sé si podría resistir / hablarle primero / es horrible pensar en eso, en eso, en eso… / no hay que hacer mártires, no hay que hacer mártires en estas gentes: o evitarlo en lo posible / me ha dado su palabra; pero su palabra no vale un carajo / todo el mundo sabe, a estas horas, que Él está aquí, y que he dado mi palabra / va a llamar: ya me veo esposado / otros, más duros que éste, se han dejado convencer / ¿cuándo se resolverá a hablar? Para ella: CON DOLOR PARIRÁS A TUS HIJOS. 20 Además, no puedo proceder de otro modo: cumplo instrucciones». —«Oeuvre sublime!» —exclamó el Académico, dándose a tararear el tema del Preludio, con gestos de quien dirige una orquesta invisible. —«Ciertamente» —opinaba el Académico: pero la política, la abyecta política, con sus alborotos, sus pugnas de partidos, sus feroces batallas parlamentarias, estaba trayendo la confusión y el desorden en este país esencialmente razonable. Lo que te dije y nada más». , etc. Sobra decir lo que sucedería si lo hiciéramos. Fue el Mandatario a una ventana, apartando el brocado para mirar a la plaza. Pero ignoraban las gentes que, en un maletín siempre tenido a mano por el Doctor Peralta —y que encerraba, al parecer, papeles de una trascendental importancia—, se guardaban diez cantimploras, de las muy planas, curvadas a la comodidad del bolsillo, como las hacen en Inglaterra, y que, por estar forradas con piel de cerdo —compradas en Hermes— nunca sonaban al entrechocarse. (El Mandatario agobiado, caído, de momentos antes, se animaba, se engallaba, daba manotazos a las mesas, recobraba un empaque de tribuno…) Al fin y al cabo, «latinidad» no significaba «pureza de sangre» ni «limpieza de sangre» —como solía decirse en desusados términos de Santo Oficio. Desde entonces, sólo he desempeñado brillantísimos cargos en la diplomacia norteamericana. Y Peralta, observándolo maliciosamente, atizaba el fuego de esa creciente agresividad, buscando argumentos de peso, en sus azarosas y desordenadas lecturas de días anteriores, acerca de las milagrosas apariciones de la Virgen en el mundo para alimentar artículos, vinculados con «El milagro de Nueva Córdoba», que ya no habrían de publicarse —ni de pagarse. Aux-Glaces, la Rue Sainte-Apolline, el Chabanais.” —«Sí» —responde Peralta. -Telequinesia-ha sido la primera palabra que me ha soltado.-El poder psicotrónico. Y Miguel, tomando su barrena y su martillo, había comenzado a rebajar ahí, a desbastar allá, liberando patas delanteras, patas traseras, un lomo con ligero acunado al medio, hallándose ante una enorme rana, a sus manos debida, que parecía darle las gracias. Ocho y cuarto. Pero empiezo a temer que, precisamente, pasen de los gritos. Vuelven a silbar los tomeguines en el patio. De los postes del telégrafo, de los álamos del parque, de los balcones del Ayuntamiento, colgaban racimos de ahorcados. La enredadera no llega más arriba que los Acompañado de su secretario daba el Presidente largas caminatas sin rumbo preciso, esperando las ediciones vespertinas de los diarios, llegando a veces, cuando de vegetales frescores se antojaba, hasta el Bois de Boulogne, cuyo Sentier de la Vertu había quedado desierto, mientras los cisnes del lago alargaban el cuello, en interrogante signo, esperando inútilmente los trozos de bizcochos que, aún pocos días antes, les arrojaban paseantes y niños. Las gentes dirían que el periódico se había vendido a quien poseía —como era sabido— una enorme fortuna. Los mercaderes canarios, los buhoneros sirios, negociantes al crédito, eran acusados de anarquistas por las amas de casa seguras de que hubiese un policía por los alrededores, cuando demasiado insistían en presentar una muy atrasada cuenta por venta de encajes o lencería.

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